Mi soledad tiene 100 años

De pequeña siempre fui una niña sola. Rodeada de gente, de la abuela que cosía con nostalgia, del hermano que desarmaba los carritos para descubrir de qué extraña materia estaban hechos, de mi madre que tejía y destejía sus manteles, esperando un amor que nunca volvió. La esencia es que en medio de todo me arrullaba la soledad. A veces me paraba en la puerta de la casa del tío, en las perdidas lomas de Palmarito de Bueicito y contemplaba el palmar, la vista se perdía en el horizonte confundida con las lomas, era entonces cuando las tojosas comenzaban su ulular, entre dos luces, anunciando la llegada de la noche. Muy pocas cosas recuerdo de los juegos, ni de las muchachas que todas tenían. Era la rara del aula, con mis motonetas y mis blusas blanquísimas de no jugar en el receso y nada de novios, eso era caca.

La vida me puso un accidente, caí desafortunadamente de un segundo piso y mi columna lo sintió. Ya en Santiago de Cuba, madre y yo desandábamos por los pasillos, consultas y más consultas, dolores a la hora de poner el yeso, tratamientos infructuosos que no dieron resultado y que pararon en una operación en el Hospital Hermanos Amejeiras. Recuerdo, eso sí, lo distraída que era y no pude aprender a tejer, por lo de zurda y la poca paciencia de mi abuela Ada. Se me quemaban el arroz y los frijoles y mi mamá me castigaba. En esas horas de estar en casa comencé por buscar revistas con crucigramas que no podía llenar, pero mi inquietud se notaba y mi madre como un soplo de luz puso en mis manos un tesoro de papel: me regaló un ejemplar de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez.

No sé qué me gustó más, si el amor trunco, si la soledad de Florentino o la bendita forma de decir del autor. Devoraba una y otra vez las páginas con el ansia de encontrar más y no llegaba a saciarme. Así pasaron los meses y cuando tuve que trasladar mis consultas a la Habana mis padres tuvieron la dificultad de acompañarme. Mi madre encinta, mi padre siempre ocupado con su uniforme verde olivo y en varias ocasiones tuve que viajar con la ferromoza y una tía me esperaba en la terminal de trenes.

Poco a poco aprendí a caminar cerca los portales de la Habana Vieja. Muchos vendedores de libros viejos acomodaban sus ofertas y esa vez la distracción no estuvo. Miré uno por uno los ejemplares y cuando lo vi respiré profundo, no sabía nada de la historia, ni de cuánto podría influirme ese texto que asomaba en medio de los otros, Ediciones Huracán y una portada llena de verde y amarillo, con bananos y un título imponente: Cien años de soledad. Nadie lo recomendó, el vendedor indiferente no apreció mucho mi pago. Ahora pienso con risa que lo compré por un precio de dos pesos cuando ahora hay que tener espíritu para coleccionarlos.

Aún recuerdo su olor, sus páginas amarillas y su firme compañía cada vez que regresé a la capital, como eterno compañero y siempre la pregunta de mi madre ¿Por qué siempre el mismo si hay otros? Fue así, un romance que dura hasta hoy, estuvo conmigo durante la hospitalización, con mis dolores, luego con mis quince años, luego en pre, más tarde en la universidad, ahora en mi mesita de noche. Perdí la cuenta de las veces que releí sus páginas encontrando siempre un nuevo detalle que antes pasé por alto. Fue tanta la emoción, que recuerdo con nitidez el haber sentido el frío en la nariz cuando Aureliano conoció el hielo. Una cosquilla recorrió mi cuerpo al tiempo que Remedios la bella se elevó al cielo y entre la rabia y la impotencia admiré la terquedad de Amaranta de conservar su virginidad hasta morir.

Todos sus personajes se me parecen un poco, todos están solos o abandonados. La historia del libro se fue tejiendo con mi realidad. Quise ser Remedios definitivamente, quizás porque era bella y yo ansiaba serlo aunque no quería perderme en el cielo. Necesité el amor de José Arcadio y Rebeca, esa brutal posesión sobre la hamaca a la hora de la siesta. Sentí pena por Pietro con sus juguetitos de ensueño y leve hombría. Lloré por José Arcadio Buendía perdido en su marasmo de pensamientos, solo y atado a un árbol donde lo encontró la muerte.

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